martes, 4 de marzo de 2014

El monte tiene sus habitantes

El Yasy Yateré y el Pombero, entre otros, provienen de épocas remotas y con el correr del tiempo, al contarse y recontarse, se transformaban, se enriquecían con elementos mágicos y adquirían dimensiones más allá de lo real. Entre el miedo a lo extraño y desconocido, la imaginación popular de la región se fue nutriendo con estas tradiciones, hasta terminar de definir la identidad cultural de la provincia de Misiones.


El destacado periodista Julio Vázquez recoge y nos trae testimonios de estos habitantes del monte del Interior de Misiones. Como advierte la escritora Olga Zamboni “los personajes mitológicos forman parte de la cultura del pueblo”.


El monte tiene sus habitantes

Pobladores de tierra adentro contaron algunas experiencias y aseguraron haber tenido contacto con estos seres sobrenaturales

Al menos como parte de la cultura popular y del arte, los personajes mitológicos están presentes. Pero algunos misioneros afirman haber tenido contactos reales con estos seres. ¿Realidad o sugestión? Imposible saberlo.
Raúl Viera es animador radial, poeta y cantautor. Desde hace 15 años conduce en las emisoras de Aristóbulo del Valle La tapera del Chacrero.
Su “encuentro cercano” se remonta a su infancia: “Tenía apenas 4 años. Un fin de semana mis padres decidieron salir de paseo hacia la chacra de mi abuelo paterno”, con una casita de madera a orillas del Arroyo del Medio, en el Campo Grande de los años '50. Más montes que chacras, más árboles que gente.

Era costumbre de los lugareños hacer las casas con pisos altos, sobre cepos de madera, para aislarlas de alimañas, permitir la entrada del viento en las siestas de verano y en el caso particular de los abuelos, para evadir las correntadas cuando el Arroyo del Medio “crecía amenazante con algunas lluviaradas”.

Raúl Viera


“La casa era alta, sobre troncos de casi 2 metros de altura. Y en los veranos o noches de luna llena, los animales de la granja y los perros invadían esa rara cueva de techo alto y ninguna pared. Habíamos venido para pasar la noche. El arroyo no estaba ni muy bajo ni muy alto; en la cocina -separada y petisa- alrededor del fogón se había armado una ronda de mate y relatos de historias fantásticas de nuestros padres, tíos y abuelos”, contó.

“Ya habíamos cenado -continuó-, pero a medida que insistía la abuela con su orden de irnos a los catres, las historias de cazadores y aparecidos nos fueron alborotando los miedos y en bloque nos negábamos. Como a la medianoche, los mayores se cansaron y el montón de gente nos fuimos todos a la casa a dormir”.

Pronto se hizo silencio. “A eso de las 3 de la madrugada tuve ganas de hacer pis. Nosotros estábamos durmiendo en la pieza de huéspedes, del lado en que la casita era más alta, y una escalera conducía al patio. Mi mamá me sugirió hacer mis necesidades desde los escalones y se volvió a dormir. En eso estaba yo, cuando de pronto los perros salieron en estampida de su guarida bajo el piso, corriendo y ladrando hacia el montecito orillero. Me asusté, pero seguí ahí”.

Y el hecho: “Enseguida salió de las sombras de los árboles como un gurisito petiso, de unos 70 centímetros de altura, delgado, desnudo, oscuro. Avanzó hacia la casa, hacia mí, rodeado de perros y demás animales trastornados. Se veía casi como de día; quedé paralizado. A unos 15 metros de distancia estábamos frente a frente, también él detenido. Mi susto me impidió orinar. El personaje caminó hacia mí lentamente. Mamá, alertada por tantos ladridos, se asomó a la escalera y me gritó que entrara pronto. Ante mi demora, bajó a darme un chirlo y de la oreja me alzó a la casa. Esa madrugada no pude dormir del susto”.

Raúl completó el relato: “Poco tiempo después se habló del tema en casa; cuando le conté a mamá lo sucedido, ella aseguró no haber visto nada. Eso me quedó grabado hasta hoy. Antes era un tema frecuente de conversación. Los cazadores ‘de verdad’ llevaban tabaco y caña paraguaya para ofrendarle y así tener suerte en sus expediciones. Escuché muchos casos de cazadores que dejaban aquellas cosas en algún sitio al comenzar la cacería y a la mañana siguiente ya desaparecían la caña y el tabaco, pero a él nunca lo vieron. Los sabios sostenían que el Pombero le aparece sólo a los chicos”.



Extraña experiencia

Victorino Schemberger tiene 73 años y asegura haberse encontrado con el Sací Pereré, un equivalente brasileño del Yasy Yateré, aunque con unas cuantas variantes en su aspecto físico y similitudes con el Pombero.

“Estas cosas suceden en situaciones muy especiales: noches tormentosas, de muchos rayos, truenos, luna y niebla. Vivíamos al fondo de Picada Libertad, cerca del Saracura, echando monte para plantar tabaco. Yo volvía del fondo de la chacra, apurado por llegar a casa porque la tormenta trajo el anochecer más temprano”, comenzó el relato.

“De pronto, un fuerte silbido lejano del Sací Pereré. Apuré más los pasos. Al minuto, el silbido fortísimo acá dentro del oído, dejándome sordo. Tenía una linterna vieja, alumbré hacia el lugar de donde provenía y nada. Me duró varias horas esa sordera”. Don Victorino añade detalles sobre el ser mitológico: “El Sací no es fácil de ser visto, tiene un silbido tan fuerte que produce escalofríos, nace acá y termina allá lejos, en lo alto, con un eco profundo.

Los pobladores de aquella zona que entendían del tema me decían que es un duende que existe, que no tiene dirección fija en sus señales. Y que más fuerte es el silbido cuanto más fea es la tormenta. En Saracura vivía un viejito que aseguraba haberlo visto; con otros vecinos habían armado una ‘espera’ de venado. El Sací les hacía la cacería imposible en el monte porque ellos lo habían tentado. Espantaba los animales y fracasaban en sus largas noches de espera de venados y carpinchos”.

“Mi papá le dejaba al Sací un vasito de caña o una cuarta de tabaco negro y al otro día no encontraba nada. Papá era entrerriano y vino a Misiones de 15 años. Allá es puro campo, vivían otros duendes. Acá, mucho monte y eran otros habitantes. A él le entusiasmaban las historias contadas por correntinos y paraguayos. Esas cosa raras que él no entendía, en el campo no existen, pero acá en los montes sí. Yo soporté sus silbidos y persecuciones muchas veces, pero no le hacía mucho caso para evitarle disgustos. Vivimos con mi esposa Jovina allá en medio del monte en un tapyi (ranchito de hojas de pindó). El monte tiene sus habitantes raros, que a medida que se desmonta van desapareciendo”, reflexionó el hombre.



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