José Chudnovzky



José Chudnovzky, entrerriano de nacimiento, chaqueño por adopción, ha sabido impregnar sus páginas de la vida dura y sencilla del hombre del Chaco, de sus dificultades y placeres. El capítulo “Oro Blanco” que aquí incluimos, pertenece al libro Dios era verde, editado varias veces y prologado nada menos que por Miguel Ángel Asturias.


Selección Facundo Binda
facubinda@yahoo.com.ar



Oro Blanco

Lo oí pronunciar quedo, con unción, a mediodía, de noche, entre labios esperanzados. ¡Algodón!

Esa fibra extraña que me recordaba desmayos y rasguños fue agrandando su nombre hasta imponerme un respeto nuevo.

Recuerdo los surcos geométricos y el tambor de la sembradora girando. Veo la silueta encorvada de mi padre, desnivelada en los bigotes, renguear entre los surcos tras la máquina que el peón conducía, mirando si la semilla caía regularmente. Terminada la faena, vi en la gravedad de los rostros que algo importante había ocurrido.

"Sembrar era engendrar." Con la semilla se hunde en la tierra la esperanza y el colono une tierra y cielo en su mirar persistente. ¡Cielo! La ciudad me 3o mostró limitado en parcelas por el perfil de los edificios, cercenado por los alambres eléctricos, manchado por humo irrespetuoso.

Ahora aprendí a mirarlo confiado, desde que me hizo el regalo de sus estrellas madrinas, mas pasaron varios meses hasta que lo vi realmente paternal, aunque a veces enajenado en cóleras cuya razón no alcanzaba.

Comprendí que para que la tierra florezca en verde vida el cielo ha de otorgar su sangre: la lluvia. Y la lluvia era su preciado capricho. Oí hablar de ella como del azar al jugador, con sus aproximaciones y conjeturas, en esa media voz del cálculo y la confidencia. Y las semillas brotaron. ¡Dicotiledóneas! La pala­bra de lección de botánica me hizo recordar la escuela abando­nada. "No tengo deberes", pensé alegremente, y sentí que brotaba, como esas dos hojitas geométricas, limpias acuarelas, a una nueva vida, áspera pero libre.

Se nos unió, por entonces, mi hermano mayor, mocetón rubi­cundo, de pecas tan claras como sus bíceps y su sangre y su sonri­sa dieron tono a la lucha. Solía empuñar el pico como un fusil y se desplazaba a grandes trancos, dando voces a imaginarios subal­ternos. Había ganado las jinetas de cabo en su reciente conscrip­ción y trocó su jornal de ebanista por ese suelo de posibilidades.

Las hojas se sucedieron apuntaladas por los tallos y el verde de los surcos comenzó a perfilarse en la tierra labrada. Junto a ellas brotaron, arrolladores, los habitantes postergados por la reja del arado. ¡Yuyos! Y la azada y el lomo salieron a defender la esperanza.

Aquella mañana se madrugó de firme y semidormido oí a mi padre: "Cuida que no se apague el fuego. Pon la olla grande con agua hasta arriba, luego fe vuelcas esas arvejas en remojo que están sobre la mesa. Las dejas hervir un par de horas, hasta que todo se haga una pasta, entonces agregas la sal y el arroz y revuelves..."

Así enfrenté el misterio que torna a la semilla en alimento.

Grave y solícito me acoplé al fuego, empujando las ramas de quebracho cuando se consumían. Agachado sobre la olla de hierro de tres patas, esperé pacientemente que se hiciera el milagro. Vi las primeras burbujas tímidas, se sucedieron luego otras, más osa­das y regulares y a poco el líquido comenzó a enturbiarse. No sé si las arvejas se deslieron por el fuego o por el fervor de mis ojos. Vi los granos remontar a través del líquido hirviente y volver a hundirse velozmente. Después de largo rato, cuando ya flaqueaba, recogí con el cucharón algo así como una papilla que me turbó. Inquieto, pensé ¡¡Ahora! y eché el arroz... y medrosamente la sal.

Decepcionado, vi perderse los granos, sin que nada cambiara en apariencia, mas no abandoné mi puesto de vigía.

"El arroz se pega... hay que revolver", recordé.

Sentado de cuclillas di irregulares y pacientes vueltas al cucha­rón de madera, cuyo mango sobresalía, ladeado para esquivar el vapor. El tiempo se hizo inalcanzable y me fui adormilando cuando noté que era cada vez más difícil mover el cucharón. Miré adentro y vi las burbujas romper con dificultad una especie de barro verde. La masa se apretaba por momentos, gorgotean­do. Comprendí que la lucha llegaba a su momento arduo y me sentí atemorizado. Desparramé nervioso, a puntapiés, un par de troncos de quebracho y miré con angustia la masa de almidón y arvejas. Entonces, inspirado, arrastré hacia afuera el cucharón que pegoteó una substancia verdosa. Esperé, y lo lamí pruden­temente. Una gratitud profunda me llenó el pecho, desbordando humedad por los ojos. ¡Hurraah! Sabía a comida.

Miré en derredor pensando cómo mantener el tesoro. Revolver, sí, era lo mejor y me acomodé arrastrando la punta del banco.

Enhorquetado en él me sentí dominador. Vi, sin embargo, que todo se fundía espesa, inexorablemente, al poco rato. Agregué, con desconsuelo, un poco de agua que quedó flotando, como negán­dose a participar en la jalea, pero se filtró luego en la brecha que el cucharón hizo, obediente a mi mano. Cada burbuja rom­pía la masa, sonora como eructo y abría un pequeño hueco en la superficie.

"¡Ah! por qué no llegarán de una vez..." pensé, inquieto y feliz.

Y llegaron. Mi padre lo hizo primero y se quebró en el banco. Tenía los surcos de la cara sombreados de tierra y el sombrero de fieltro traspasado de sudor. Su camisa, pegada a la espalda magra, acompañaba el pecho en rítmico jadeo. Mi hermano, de­morado en el pozo, entró con un balde de agua fresca y tendió un jarro a mi padre. Luego levantó el cubo y bebió como un animal, hundiendo el rostro en el agua que le corría por el pecho. Yo los miraba asombrado.

En silencio, llené los platos enlozados con el guisote espeso. Saqué la galleta de la bolsa y nos sentamos a comer sobre la mesa desnuda y polvorienta. Los vi remover con la cuchara, indiferentes y abatidos,

—¡Puf! —dijo mi hermano—, esto no tiene sal.. .

Yo me tumbé sobre el plato y la injusticia me hizo desear la muerte.

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