jueves, 30 de junio de 2011

Dúo de almas

(Buenas, comparto con Ustedes ahora un texto de Bosquín Ortega. Excelente).

Más que nacidos para cantar, nacieron para cantarse.- Uno es eco, el otro resonancia; uno es raíz, el otro, alas; uno tierra erguida, el otro, viento agudo. Son el dúo de un ser compartido o la unidad de sus diferencias; la síntesis de sus caminos en un momento de la historia del universo.-.

Ricardo Gómez y Zunilda Aguirre - “Tito y Zuni”- pares en el arte y pareja en la vida, prójimos en la música y semejantes en el alma, conforman la evidencia de un simultáneo renacimiento a pleno destino de amor. Ambos se dieron a luz, uniendo (y aceptando) sus arduas claridades.

Aquel muchacho de siesta y vértigo correntinos, mecánico y piloto de motocicletas, cofundador, desde la faz creativa junto al paí Julián Zini, del originario cuarteto, “Los de Imaguaré” y heredero de la dinastía musical del “Paiubre” mercedeño, había sido devuelto -sobrebrevivo y transfigurado en espíritu- del caudaloso abrazo del Paraná y de su corola de torrentes implacables.

Herido de ausencia por la pérdida de su amigo de iniciática chamamecera, Joaquín Adán Sheridan, peregrino del agua, sobre la costa de Bella Vista, se clausuró en su monasterio de melancolía, abandonado al inverso río de la Providencia.- Lo acompañaban las memorias luminosas de Miguel Ángel, hermano de “Gringo”, Zitto Segovia, Johnny Bher, Daniel Aguirre, Alberto Paniagua y Puchi González, como una resolana consolante de su aceptada soledad.- Duraba, más que vivía, dentro de un ranchito humilde (misántropo en pleno trópico subyugante) y suspendido del silencio que ardía en el telar de las horas.- El sol era su tácito reloj encarnado.- Tito se convirtió en forastero del mundo.

Una tarde, improbable de sucesos, oyó el golpe de unas manos que llamaban del otro lado de su exilio. Detrás de ellas, venía una mujer morena, de ojos orientales y sonrisa de aurora, cuyo decir de miel lo redimió de su ostracismo voluntario.- Ella lo conocía por el rostro de su música, Zunilda le confesó su vibrante admiración por su obra y le propuso ser “la cantora” de su espíritu purificado. Desde aquel sortilegio liberador, se hicieron nómades de horizontes, juglares de la legua, orfebres de diminutas joyas sonoras.

Actúan como oficiantes de un rito atávico, de una liturgia minuciosa de rezo y raza, que dimana del ancestro vigente de la memoriosidad popular.- Tito ejecuta sus melodías con criollo pudor, casi extásico ante el flujo de su pasado, casi estático frente al sentido de su herencia. Descalzo rasgueo, desnudo ritmo, que atavía de sencillez precisa el ropaje de sus criaturas melódicas. Despojado hasta lo esencial, sus armonías persuaden con la ascética nobleza de lo perdurable y destilado en el tiempo. Y él propio Tito Gómez, “desapareciente” tras los velajes de sus acordes serenos, vertebra su insobornable linaje de correntinidad y se hace sustancia de su sonido. Cuando “deja ver” su música, torna presencia a su origen.

Zuni, más que cantar, interpreta desangrándose. Arquitecta con su garganta las moradas poéticas de Zini, Quiles, Miqueri, Gómez y otros bardos del Guarán. Pocas voces argentinas descifran y definen las cadencias íntimas, los temblores últimos y las vísceras imaginales de la canción nativa. Rigor y ardor, su cábala de canto.

Su registro es proporcional a su ductilidad. Se abre a un diafragma expresivo que incluye tango, zamba, bolero o balada con similar solvencia. Pero su verdad de intérprete reside en su don histriónico y en su dramatismo templado que transforma una letra en un texto viviente y a una melodía en una partitura vívida. Zuni Aguirre es, a mi entender, una suerte de Nelly Omar de la canción natal, una sacerdotisa convencida y convincente de su designio inexorable.

Ricardo Gómez posee un privilegio genuino y excepcional para un compositor de reciente generación. En poco más de dos décadas, varias de sus canciones- “Niña del ñangapirí” - entre algunas, se convirtieron en virtuales clásicos merced a una empatía de infrecuente consenso.- En verdad de puño y cuño, se registran temas y perduran canciones. El fiscal del tiempo es su diapasón inapelable.

Tardíamente singular o tempranamente augural, encontró (¿o recuperó?) su alianza con la palabra musicalizada o el vocablo armonizado y devino en autor de su imaginario edén poetizable, la Tierra sin Mal de su “arandú” (sabio) guaraní: “El hombre habita poéticamente”, asegura Holderfin. Alrededor de varios centenares de canciones, disfrutadas consigo mismo y en géneros de diversa latitud, constelan una alquimia expresiva pocas veces vista en la música de proyección folklórica. Sin gratuita exageración: un Fénix chamamecero.

Su vida de artista es (y se parece) a la existencia de un orfebre, cuyo magma apasionado invade los dominios de la creación, producción y arreglos.- Su jornada de trabajo equivale a una canción extendida como única forma de respiración posible. Su pasión, aire y aliento. Es hijo de su música y padre de su llamado.- Ambos son “la junta luz” que canta Juan Gelman. Arden para guiar.

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